CARTA V

MR. SMITH A MADAME DOE: EL IMPERIO CONTRAATACA (Y VA A DEGÜELLO)

La leo, mi achacosa amiga, y la siento rabiosa, y me emociona y me inflama el ánimo. Desde que decidí que mi ruido y mi furia no estaban convenientemente remunerados ya solo gasto indiferencia y, si acaso, cara asco, por eso celebro la virulencia de sus arranques. Por su salud, le recomendaría que no se lo tomara todo tan a pecho, que es una batalla perdida, aunque entiendo que nuestras posiciones emocionalmente enfrentadas le vienen bien a esta particular canción de fuego y hielo que de repente nos encontramos escribiendo: la llama que quema viva, usted; el témpano que embiste frío, yo. Le diría, no obstante, lo que Rothko a sus críticos miopes: «Si creen que mis pinturas son serenas, sepan que he impregnado cada pulgada de sus superficies de la más absoluta violencia». Cambie pinturas por textos et voilà. Léame, pues, más allá del renglón imperturbable y estaremos en paz, madame. Lo que me recuerda que tenía que contarle que ha estallado la guerra.

En tiempos de periodismo atrincherado -que no de trinchera-, todos con el culo a cubierto, un cuerpo de elite sale al frente, el pecho henchido de orgullo patriotero, y abre fuego sin piedad y casi a bocajarro contra el viejo enemigo a batir. Gran Bretaña se orina en Italia desde sus altos púlpitos editoriales, maniobra definitiva para rendir al dinosaurio que ya ha sucumbido, o casi, en los mercados. La Cámara Nacional de la Moda italiana lo reconoce desde hace al menos un par de años y la situación no la va a remediar desde luego ese consejo de ancianos que se ha sacado de la manga para dar la cara por su apolillado negocio. Aquella rueda de prensa de junio fue la batalla seminal que ganaron los primeros espadas de la res critica britanniae, que cayeron a degüello sobre los signiori Zegna, Della Valle, Bertelli y Boselli: Milán es un cadáver que empieza a heder, les vinieron a decir. Y ellos, los patricios, como quien oye llover. Mientras, en la capital del Imperio, la retaguardia informativa comenzaba su labor de desgaste soltando cargas de profundidad a la manera de crónicas de desfiles. No, ni siquiera era necesario leer entre líneas. De nuevo, el mensaje no tan cifrado: Milán ha muerto. Viva Londres, bien sûr!

El daño ya está hecho, y no es que me importe especialmente. Lo que me fascina es la capacidad de organización de la prensa de la moda de Su Graciosa Majestad para defender los intereses de su negociado, por otro lado indefendibles. He ahí una causa. La británica es una industria que vive de los réditos de una vieja gloria tronada y de un genio suicida (a la gitana de Gibraltar ni le echan cuentas y del pobre Monsieur Clark se acuerdan ahora porque a Madame La Menkes se le ocurrió hacer limpieza de verano en el armario), pero sabe jugar la baza de la, digamos, modernidad para epatar como ninguna otra, apoyada por la que seguramente sea la red informativa más influyente del planeta, al menos en términos de cultura visual (¿sabe de dónde han salido Monsieur Enninful o Madame La Grand, no? Pues eso). Así se nos colaron en su día astracanadas del calibre de Cassette Playa o House Of Holland -y, si me apura, hasta Gareth Pugh-, servidas en jaculatorias con coartada pop, proverbial arma de contagio/transmisión masiva del Imperio para hacer comulgar con ruedas de molino al resto del mundo. En efecto, nadie como un inglés para venderte la moto, para hacerte creer que ellos inventaron el fuego, el punk, el acid house o la sastrería a medida (algún día habría que desmontar el mito Savile Row, remedo apropiacionista de las tradiciones sartoriales italiana y austriaca y bastión del clasismo contumaz de la sociedad británica). Ahora toca tragarse a Londres como nuevo vértice del triángulo que completan Nueva York y París, toda vez derrocado Milán por la vía del descrédito comercial y, sobre todo, creativo, que es de lo que se está ocupando la jauría de los media. Conectarse, por ejemplo, a uno de los paneles de discusión de expertos online a propósito de las diferentes fashion weeks que suele organizar ShowStudio, ese sanctasanctórum de la vanguardia que comanda Monsieur Knight, y presenciar los golpes que se le propina al producto transalpino (entre un aluvión de lugares comunes y lerdeces de cuidado) duele, aunque solo sea por lo rastrero e interesado del ataque. Para el caso, escuchar a un Monsieur Fury arremeter como un jabato contra el aparato milanés -eso es hacer honor a tu nom de famille– mientras entona el Rule, Britannia! te invita a la reflexión: ¿por qué nosotros somos incapaces de proceder de la misma manera? ¿Es que somos tan brutalmente honestos que nunca sacrificaríamos nuestros principios como informadores por un bien económico común y superior? ¿Nos imagina -he aquí la pregunta del millón- haciendo piña con ACME, jaleando la MBMFW, celebrando el 080, glosando las virtudes de la SIMM con tal de dirigir los mercados hacia el producto nacional? No, yo tampoco.

La cuestión, claro, no es tanto el alarde chovinista (muy propio del inglés, por otro lado) como el bullying despiadado que intenta llevarse por delante las semanas milanesas de la moda y hasta manifestaciones estrictamente comerciales –más negocio, menos escaparate- como la feria Pitti Immagine Uomo en favor de sus plataformas homólogas británicas. ¿Acaso es la grey periodística fashion de las Islas una panda de abusones? Seguramente sí, pero porque hay quien le da cuartel. Las muchas veces que he coincidido con ella y he observado su comportamiento me lo confirma, ya no por esos relaciones públicas, agentes de prensa o diseñadores que pierden el culo por los representantes de cabeceras de relevancia más o menos pop (porque por tirada no va a ser), algo hasta cierto punto comprensible en sus casos, sino por los colegas de otros países, que la miran con una desagradable mezcla de arrobo y temor cada vez que irrumpe en escena. No sé si será por una cuestión idiomática, cultural o de estatus -o por todas juntas-, pero los informadores de la moda no suelen hacer pandilla más allá de sus nacionalidades, y menos los anglosajones, a no ser que hables con propiedad la lengua del Imperio y tengas la categoría adecuada. Lo que me remite de nuevo a la fea cuestión clasista. Pero perdóneme, querida amiga, que me estoy yendo por las ramas…

En este fuego cruzado han quedado atrapadas las huestes francesas. Acostumbradas a mirar por encima del hombro, de pronto tienen que hacerlo de reojo, una pupila fija en la torre oscura londinense y la otra, en la torre blanca neoyorquina. Algunos de sus miembros ya han perdido los papeles, como el año pasado Madame La Eymere, nueva Juana de Arco al grito de “¡No se jode a los franceses!”. Por eso se han vuelto locos al saber que Madame La Présidente ha pedido una copia de la infumable Mademoiselle C para su solaz en la sala de proyecciones privada de la Casa Blanca. Ahora que a Madame La Roitfeld le reservan sitio junto a la prensa estadounidense (es lo que tiene irse a publicar a Nueva York), los galos aprovechan la inane circunstancia cinematográfica para reivindicar a su emblemática directora -aunque por detrás sigan llamándole de todo menos guapa-, no vaya a ser que les roben definitivamente el mascarón de proa de su prensa de moda (Madame La Alt tiene visión pero no carisma, Madame La Djian y Madame La Benaïm resultan demasiado intelectuales y Monsieur Zahm, gañán en exceso; considerar a blogueras de mierda como Madame La Topo sería simplemente insultante). La suya es una causa de amor propio y pundonor y quizá por ello más peligrosa, porque lo hace personal (con el plus histórico de su desprecio por el anglosajón). A la dama en cuestión se la santifica así como jefa ideal y compañera de equipo en lo profesional, y como mujer cálida y cercana, abuela entrañable, en las distancias cortas. «Justo lo que no son todas las demás», me dijo una vez cierto PR gabacho, al que le faltó tiempo para crucificar a Madame La Horyn (a quien, dicho sea de paso, siempre se la ha acusado de barrer excesivamente para casa) y, faltaría, a Madame La Wintour, ese reverso oscuro de la fuerza de la moda.

No sé, madame, si la causa británica o incluso la orgullosa cruzada francesa son ridículas e insignificantes. Seguro que el mundo no se va a parar por ellas, pero ponga cifras donde ve letras y comprenderá sus verdaderos alcances. Siento desilusionarla al decirle que la moda, por mucho que se apoye en la creación, no es sino una manifestación más del sistema de mercado que nos atenaza. Ella sola se significa como consumo, sin necesidad siquiera de que nombre altisonante alguno lo rubrique (aunque ayude, y mucho) e incluso cuando se presenta como resultado (producto, esto es) de una idea/pensamiento elevado. Hablamos invariablemente de negocio, y que nadie me venga con la patraña del arte porque entonces es un servidor el que se levanta en armas. La realidad es solo una, la económica. Y así será mientras haya quien pueda –o quiera- pagarla.

Louis Vuitton acaba de volver a subir el precio de sus bolsos. Como decía el gran James Cagney en la gloriosa Un, dos, tres de Billy Wilder: “Cultura no, dinero”. De la majadería del fashionismo museístico y del fraude de las fundaciones ya debatiremos en otra ocasión, si eso.

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CARTA III

MR. SMITH A MADAME DOE: LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE EN ESTO (O MI EGO ES MÁS GRANDE QUE MIS PELOTAS)

Me recrimina, estimada amiga, mi parquedad comunicativa -y no le digo que no le falte razón-, y me pone delante la zanahoria de la masa popular a ver si inflama (más) mi ego, pero uno es de natural tirando a borde y displicente, como consta en esas redacciones dejadas de la mano de Dior y del diablo de Prada, y no puede pretender que corrija mis vanidades a estas alturas del partido. Sepa, en cualquier caso, que en estos últimos días he vuelto a ver la luz, una claridad que alumbra horizontes que antes ni me había molestado en otear (quizá por perturbadores) y que hoy se perfilan fascinantes ante mis ojos. Muy posiblemente sea también pronto un desclasado al que nunca más volverán a requerir esos mismos mercachifles y vendedores de humo cuyas invitaciones suelo ignorar ahora indolente y tenga que conformarme, como usted, con saborear el mundo a través de segundos y hasta de terceros, pero no me inquieta, como tampoco lo hace que me echen encima los perros de presa. En realidad, ya he pasado por eso. Ayer mismo me sorprendí preguntándome qué pensaría al respecto Madame La Grand Montagne de Déchets, huida como está con el rabo entre las piernas, y la intuí con una sonrisa torcida.

Veo desfilar delante de mí a viejas glorias (tumores enquistados, la mayoría), estrellas estrelladas, promesas frustradas y talentos incuestionables de nuestra profesión –permanecen aferrados a sus sillitas o convertidos en mueble-bares los mediocres- y todos salen desollados de un mundo que proclama un cambio de piel. No sé qué les (nos) espera en este nuevo orden de entramados informativos importados con plantillas cimentadas en nepotismo, de grupos editoriales que un día coronan a una directora y al siguiente quieren hacerle la cama, de supuestos colegas que parece que no veían el momento de apuñalarte, de periodismo instagramero, de ganado marcado, de ignorancia y de pensamiento único. La precariedad laboral también era esto. Honestamente, las blogueras de mierda –que, curiosamente como las chonis, nunca se reconocen como tales- son lo que menos me estremece. En este momento en el que estoy a punto de cortar el cordón umbilical que me une a una nómina fija, yo también tengo una pregunta para usted: ¿uno vale lo que su nombre o el del medio para el que firma? ¿Es Madame La Wintour o es Vogue? ¿Madame La Menkes o el Herald Tribune? ¿Monsieur Deeny o Le Figaro? ¿Madame De la Torriente o El País? ¿Monsieur Rodríguez o El Mundo?

No, no me responda todavía. Vaya primero a un desfile de moda y luego me cuenta. Pero no se siente en primera fila, póngase al fondo y, a ser posible, de pie si quiere obtener la penosa radiografía completa: un teatrillo de marionetas minuciosamente orquestado por unos empresarios (llámelos anunciantes en el mejor de los casos) para quienes los periodistas no somos/representamos sino mercados en los que despachar sus mercancías. La fórmula es así de simple: tanto venden en tu país, tanto vales. Se lo explico y yo solo me contesto: La Wintour, ejemplo recurrente, está ahí como altavoz de tres millones de lectoras (tres millones de posibles compradoras, esto es), tal es su mérito. Es ese rebaño fiel el que la inviste del poder que le permite recomendarle –nótese la amenaza implícita- al Signore Bertelli que cambie los tejidos de la colección de Prada y el que la avala para hacer que alguien como Monsieur Pilati moje los pantalones. De todo ello daba cuenta, ya que me remite de nuevo a él, The September Issue, un documental que si realmente es válido es porque está realizado por un profesional totalmente ajeno al universo que retrata (por si no lo sabía, R.J. Cutler es el cineasta detrás de The War Room y del terrorífico The World According to Dick Cheney). Lástima que ese árbol pelirrojo que roba tanto plano no le haya dejado ver el bosque a la mayoría. No, no me mente a Madame La Coddington como heroína cuando apenas es más que ornamento, carnaza para altares de devoción marica. En cuanto a lo que distingue a La Wintour de La Roitfeld, o de cualquier otra de su calaña, se lo explico también con gusto: la una es periodista; la otra, estilista (venida arriba). Intentar vender a la segunda como reverso amble y cercano (lo de sexy vamos a dejarlo) de la primera forma parte de una maniobra interesada de la ya le hablaré en otro momento. Y sí, Diana Vreeland es un personaje fascinante; The Eye Has to Travel (aquí, La mirada educada), el documental oportunista de su sobrina política, no tanto.

Esta semana se ha sabido que el grungerío dispuesto por Monsieur Slimane en Saint Laurent Paris para esta temporada se ha despachado como metanfetamina a la puerta de un after. Agotado, incluso en las tiendas online. En la prensa, la colección tuvo las críticas más feroces que se recuerden en tiempos, empezando por la de Madame La Horyn en The New York Times, claro. Los compradores se la rifaron desde el minuto uno (véase Barneys); en las cadenas de pronto-a-tirar, las réplicas chillonas de aquellos vestiditos de inclusera y camisas de bollera (perdón, boyfriend style) aparecieron al minuto dos. Cuénteme ahora un cuento sobre la comunicación entre el cronista/crítico/informador y su público (ahí lo tiene: el lector perdido o, mejor, huido). Y los hay que aún se creerán importantes e influyentes. En fin, al menos no nos insultan como a los críticos musicales. O no tanto. Y eso que nos lo merecemos.

Leo –es un decir; voy en diagonal y descarrilo antes de alcanzar el final de pura náusea- en el suplemento/panfleto que más detesto una (otra) necedad titulada Las influyentes (obreras) de la moda, con ese paréntesis que insulta la inteligencia de cualquiera. Al parecer, la gran gesta de estas ejemplares trabajadoras del glossy es haber hecho de sí mismas (por supuesto, todas son mujeres, y aún dirán feminismo) un catálogo andante, una pasarela a mayor gloria de los objetivos del Hobbit y del Chino Cudeiro del street style. La importancia de llamarse Madame La Grand o La Battaglia no tiene que ver con sacar adelante una publicación o dotarla de contenido (sin entrar en valoraciones), sino con haber devenido it girls (sic, y me sangran los dedos al teclearlo) vía redes sociales. Que miles, a lo mejor millones, de individuos googleen sus nombres en busca de inspiración estilística es lo que se la pone dura a la industria de la moda. Si ese calentón culmina en orgasmo publicitario en sus respectivos medios -filosofía maquiavélica mediante- no lo sé. Que revierte en sus cuentas corrientes personales, seguro. Conste que me parece muy lícito, que cada cual se gana las habichuelas como sabe o puede. A lo mejor es solo una nueva manera de transmitir la información en tiempos de comunicación 2.0, aunque a mí me suena al oficio más viejo del mundo, justamente de lo que se acusó de promover a Madame La Grand en aquel vídeo suyo para Louis Vuitton, uno de sus clientes como estilista. Pero fíjese cómo es todo de tramposo: Madame La Battaglia fue primero modelo y, después, interés romántico del hijo galerista de Madame La Roitfeld. Ahí se lo dejo.

The Business Of Fashion presentaba hace unas semanas en versión digital pero también impresa su lista de las 500 personalidades más influyentes del negocio de la moda actual. Los BoF500 (www.businessoffashion.com/bof500/) son aquellos que «están dando forma a la industria global de la moda», informa el fundador y director del blog B2B, Monsieur Amed. En cierta ocasión en la que íbamos a ser presentados en Florencia, me lo describieron como «el Anna Wintour indio». El encuentro nunca se produjo, pero yo me quedé con la copla: la importancia por la asociación nominal. Mírelo hoy, comandando una plataforma online millonaria con inversores del alcance de LVMH y Madame La Busquets, tan influyente que debería encabezar su propia lista (se excluye modesto). Que haya elegido a Mr. Ford como abanderado me deja frío; que la presencia española se reduzca al Sr. Andic y al Sr. Ortega, más. El resumen-presentación del presidente ejecutivo de Mango resulta especialmente sangrante: «El empresario cofundó la cadena de moda pronta española vendiendo en Barcelona blusas bordadas confeccionadas en Turquía», que es tal cual empieza la entrada de la Wikipedia referida al magnate de origen turco (nota al pie: en la realización del proyecto BoF 500 ha trabajo un equipo de 20 personas, dicen). Ahí estamos, en fin: el excremento de la industria, la baratura, el plagio, el monstruo glotón que ha alterado para siempre las reglas del juego de un negocio cuya voracidad empuja más que nunca a sus empleados a la bebida o a tirarse por una ventana. Por lo demás, ni rastro de diseñadores de aquí, y ya no digamos de periodistas, críticos o blogueras de mierda, las únicas que, como firmantes de sus propios medios, no se cuestionan sus egos. Eso sí, le apuesto el miriñaque a que las Gala González y los Prince Pelayo de turno se deben estar subiendo por las paredes. Hombre, por Dior, Prince Pelayo, ese prohombre del estilo que da forma, sentido y sensibilidad a la industria global de la moda con sus autoeditoriales en el Holocaust Memorial de Berlín.

Me pregunta por la MBMFW. Ahí tiene todas las respuestas. O casi. El debate sobre algo que no me puede importar menos me lo ahorro. Ya habrá tiempo. Si procede.

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